El fenómeno migratorio, tan antiguo como la humanidad, se produce cuando las personas ven amenazados o violentados sus derechos básicos a la seguridad, la vida, la libertad de elección y las condiciones mínimas de bienestar. Se ha documentado el efecto psicológico adverso que estas condiciones producen, que se manifiesta en ansiedad, depresión, impotencia, frustración y una sensación constante de miedo provocada por la incertidumbre frente a aspectos fundamentales, como el riesgo de perder la vida misma. Cualquier precio a pagar parece poco si a cambio se recupera la posibilidad de respirar.
Un país no es un territorio geográfico, es uno de afectos, vínculos e historia compartida. Es la familia y los amigos, la trayectoria profesional y laboral, el contexto en el que ocurren la vida y sus avatares. Las razones para emigrar son muchas y muy variadas, porque, al final, son individuales y subjetivas. Así lo recoge Tomás Páez en su libro “La voz de la diáspora venezolana”, donde presenta las historias de muchos venezolanos que decidieron dar un salto al vacío para buscar un terreno más fértil que les permitiera recuperar su sentido de humanidad. El de Venezuela es un ejemplo reciente del tipo de situaciones que, con todas sus variantes, se repiten a lo largo de la historia de las migraciones en el mundo.
Hay un tipo de migración que se produce como resultado del deterioro en aumento de las condiciones básicas de seguridad, educación, salud, alimentación y un extenso etcétera. Podríamos llamar a este fenómeno “migración forzada”, que es diferente a las elecciones de movilidad geográfica de quien decide salir de su país por estudios, trabajo o por un simple deseo de cambio

Bernard ShawEscritor
“Las personas culpan a las circunstancias por lo que ellos son. Yo no creo en circunstancias. Las personas que progresan en el mundo son las que se levantan y buscan las circunstancias que desean y si no las encuentran las crean”.